lunes, 4 de octubre de 2010

Trinidad Nocturna

A diferencia de otras ciudades como La Habana donde lo más común es ver europeos pasaditos en años agarrados de la mano con alguna jovencísima jinetera, en Trinidad pudimos interactuar con turistas de buena cepa y buen humor. Eso no significa que hayamos hecho de esa ciudad un gigante Resort donde nos emborrachamos con gringos y gringas sin nombre desde el primer hasta el último momento de nuestra estadía. En realidad el encanto del "Trini" cubano nos puso bien a tono desde el principio y resultó ser el mejor ambiente para fiestar tanto con los buenos trinitarianos como con extranjeros de otros países.

No recuerdo si cené o no aquella noche, pero sí me acuerdo bien que cuando iba con mi compañera al lugar donde nos encontraríamos con el grupo de viaje para ir en patota a la Casa de la Música de Trinidad, iba pensando en una cerveza fría- mi sed por cerveza había sido constante desde mis primeros momentos en la tropical Cuba y continuaría de esa manera hasta llegar a La Habana días después, donde por motivos de fuerza mayor tuve que frenarle al Bucanero-. Nuestra llegada al punto de encuentro casi coincidió con la de un personaje que habíamos conocido durante la tarde que, luciendo siempre un sombrero estilo Compay Segundo, se dedicaba al transporte de personas en una especie de taxi con formato de triciclo. Tan amable como casi todos los trinitarianos con los que interactuamos, se ofreció llevarnos en su móvil a nuestro destino. Nosotros, suficientemente responsables para tener ya incrustada en nuestros modales occidentales la cultura de la propina, le advertimos que no teníamos muchas monedas para ofrecerle, pero el amigo insistió haciéndonos entender que en realidad eso no le importaba: al final pedaleó las diez o más cuadras en pendiente que nos separaban del lugar turístico con cuatro de nosotros encima.

La Casa de la Música de Trinidad, ubicada a un costado de la Iglesia de la Santísima Trinidad, no era más que un espacio público abierto donde se podía escuchar música en vivo desde unas amplias y pintorescas escaleras de piedras que sirven también de graderías, según entiendo, todas las noches del año. Al final de esas escaleras habían distribuidas algunas mesas de metal estilo jardín que funcionaban como segunda opción para el que quería apreciar el concierto; el boliche "virtual", sin entradas ni salidas, era completado por tres bares dispuestos a los lados de los escalones que abastecían al público de comida (hamburguesas), tragos a base de Ron y buena cerveza, insistente camarada de mi acalorada garganta durante toda mi estadía en el Caribe.


Los viajeros nos instalamos en una de las amplias escalas y empezamos con los tragos. Aunque en Cuba es difícil encontrarse con malos intérpretes musicales, son bastante comunes, en el círculo turístico como era de esperarse, las agrupaciones de música enlatada, cuyo repertorio, aunque muy cubano, no va más allá de lo fácilmente digerible por el turista común que después de todo busca desconectar su cabeza y relajarse. Aquella noche, mientras mis compañeras de viaje sumaban mojitos y yo intercalaba Bucanero con Cristal, se turnaron el escenario dos agrupaciones: una invitaba de manera explícita al baile con canciones de salsa y uno que otro merengue tomado prestado de República Dominicana, mientras que la otra ofrecía un estilo más bien trovador que, felizmente lejano a Silvio Rodríguez, al final terminaba también invitando al baile con un repertorio plagado de las canciones tradicionales que universalizó el proyecto Buena Vista Social Club y que son, me imagino, el menú más apetecido por aquél tipo de turista que aprovecha las vacaciones para, apoyado exclusivamente en el cliché, jugar al entendido en materias varias.

Felizmente la porción turista de la Trinidad en la que estuvimos por tres días era bastante diversa, y en nuestras dos noches de juerga pudimos conocer a todo tipo de viajero. Esa primera noche conocí a una pareja de californianos por las que pude saber más acerca de las trabas legales que el gobierno estadounidense impone a sus ciudadanos que desean visitar el vecino país socialista, algo que hasta ese día ignoraba totalmente y de lo que mi anfitrión, Don Chino, me había comentado durante la tarde entre tazas de café. Poco después de sentarme junto con mis compañeros de viaje me había ido invadiendo una especie de ansiedad que al rato tuvo moviéndome por todos lados. Fue en medio de ese mi wayronk’eo cuando terminé hablando con la pareja de estadounidenses, que en ese momento estaban sentados en una de las mesas acompañados por una turista alemana tan inexpresiva que en mi memoria fotográfica podría haber sido fácilmente reemplazada por una botella de plástico; menos mal le pongo atención a las cosas. Si mal no me acuerdo ambos eran antropólogos y eran de verdad bastante simpáticos e interesantes, cualidades que pensé más tarde tal vez no eran casualidad: al entender lo complicado que se le hace visitar Cuba a un estadounidense, supuse que los turistas de ese país que decidían visitar la isla lo hacían con verdadero interés, y debían de tener cierta amplitud de mente para alejarse de los prejuicios políticos existentes en la historia oficial- tal vez sea más exacto decir popular- de su país. Mis nuevos conocidos me comentaron que para llegar a la isla debieron viajar primero a México, ya que desde los Estados Unidos no existen vuelos debido a una ley que, arrastrada desde 1962, época en la que la guerra fría provocaba que los países, por muy contrarias que fueren a su propia línea ideológica y como medidas de defensa, robasen ideas del adversario, prohíbe a los ciudadanos viajar a Cuba, como parte del bloqueo que mantiene ese país respecto al país antillano; según entendí, la ley también puede castigar a los estadounidenses en caso de descubrirse su visita a la isla, por lo que las autoridades migratorias cubanas evitan sellar las entradas en los pasaportes gringos.

Otro de los personajes andantes que conocimos en nuestro trajinar nocturno de Trinidad fue un suizo de talante nerd, flaco, pelo largo y que debió estar rondando por los cuarenta años. El tipo viajaba sólo y era un auténtico Turista de Escuela, cosa que notamos desde el instante en que lo vimos por primera vez cuando, mientras pasábamos por la Casa de la Música rumbo a una discoteca en nuestra segunda noche en esa ciudad, bailaba salsa con el inconfundible estilo recargado de aquellos europeos que asisten a clases por meses enteros para descubrir algo de swing. Esa noche se unió a nuestro grupo y nos acompañó a la discoteca, ubicada en la profundidad de una cueva natural en la parte alta de una colina. Una vez en la pista de baile- habíamos pagado el ingreso en la boca de la cueva y los bares, a los que llegamos descendiendo unos largos escalones, quedaban en un área mucho más profunda-, nuestro nuevo amigo helvético, que había notado al instante la particularidad de la acústica del lugar, así como el desaforado volumen de la música, nerd, se apresuró por sacar su moderno iPhone en el que había instalado una aplicación que le permitía medir la cantidad de ruido: “94 decibelios” nos informó, añadiendo algún comentario acerca de las implicaciones a la salud que tal cifra conllevaba. Yo estuve, en ese momento, a punto de comentarle que uno de mis hermanos es ingeniero en acústica, pero pude contenerme a tiempo, reprendiéndome a mí mismo: tal comentario sí que hubiera sido re-nerd.
En la discoteca también nos acompañó un grupo de cubanos, a esas alturas ya nuestros amigos. La noche anterior, en la Casa de la Música y mientras yo caminaba por todos lados, se habían acercado a hablar con mis compañeras de viaje y finalmente terminamos de juerga con ellos. Eran tres negros y un mulato. Uno de ellos había vivido en Suecia después de haberse casado con una mujer de ese país, pero había vuelto diez años después, según él ávido de calidez tropical. Otro trabajaba en la carpintería de la oficina municipal de restauración del patrimonio. Se llamaba Giovanni y era excelente tipo, abundante en charla como muchos de sus paisanos. Por él supe más acerca de la serie de prohibiciones a los que estaban sometidos los cubanos, específicamente a las relacionadas con los alimentos. Desde que salimos de Chile con el grupo de viajeros habíamos compartido una serie de datos- más bien rumores- al respecto, pero una vez en Cuba tampoco quisimos apresuramos a verificar si la vaga información que manejábamos era cierta o no. En lo personal preferí ir enterándome de las cosas lentamente, a medida que iba conociendo el humor de la gente e iba experimentando el tacto que necesitaba para tocar temas que no sabía cuán delicados eran. En todo caso, Giovanni me confirmó que a los cubanos se les está privado el consumir langostas de mar; la razón de ello nunca la pude saber con exactitud, pero presumo que el gobierno, al ser Cuba un productor de ese alimento, prefiere reservar su stock para la exportación y/o para el consumo de turistas pudientes, con lo que podría obtener buenos ingresos. De todas maneras esas son puras suposiciones personales; el caso es que, como muchas otras, esa prohibición es escasamente respetada, tanto que no sólo mi nuevo amigo, según me contó, había celebrado su cumpleaños número 30 echándose un festín de diez langostas, sino que nosotros, turistas del tipo no muy pudiente, también logramos consumir alguna que otra en días posteriores.

La primera noche en Trinidad finalmente se había alargado hasta bajas horas del amanecer. El Show de los músicos había terminado a media noche e inmediatamente se había abierto una especie de pub discoteca en un espacio ubicado al fondo de las mesas estilo jardín. Consistía en una edificación de ladrillo a medio construir que, sin ventanas ni puertas ni techo, estaba destinada inicialmente a ser una fábrica de azúcar, pero con la crisis económica que había azotado a la ciudad durante una de las dos primeras guerras independistas del siglo XIX, quedó a medias y a la espera de tener oficio algún día, hasta que la convirtieron en boliche. Estuvimos ahí el resto de la noche y salimos poco antes del amanecer. Un par de horas antes se habían despedido los californianos; ella, totalmente enfiestada, iba prácticamente en los brazos de él.

Yéndonos, cuando ya nos separaban un par de cuadras de la Casa de la Música- íbamos a pie-, una campanilla sonó detrás de nosotros. Era nuestro amigo del sombrero estilo Compay que, montado en su triciclo-taxi y negando propinas, nos ahorró la distancia que nos separaba de nuestro hostal.