En Cuba la gente definitivamente es otra cosa, y no hay mejor lugar que Trinidad para darse cuenta de ello. Y es que la bella gente trinitariana vive en una tranquila y preciosa ciudad que cautiva fácil.
Mi compañera y yo nos alojamos en la casa particular "El Chino", cuyos dueños eran una simpática pareja de edad. Al señor le llamaban- era de esperarse- el Chino, y aunque era cubano su apodo no solamente hacía referencia a sus ojos rasgados: las facciones de todo su rostro eran netamente chinas. La señora era una hermosa anciana regordeta llamada Juana, tal como la isla cubana había sido bautizada por C. Colón en su primera llegada a "Las Indias". Ya bien instalados en el segundo piso de la casa, hice saber a Chino que quería "cobrar" el café que me había ofrecido a nuestra llegada; "En ésta casa el café es gratis" me respondió sin entender lo que yo le había querido decir. Me sirvió una taza y me invitó a sentarnos para conversar, y a medida que yo iba descubriendo la magnífica e insospechada (insospechada por mí, claro) calidad del café cubano, me fue comentando algunos aspectos de su vida. Me contó que su padre había llegado a La Habana desde China en los años 30 junto a muchos chinos que habían escapado de la invasión japonesa. Según él, fue a raíz de ese éxodo que surgió en la capital cubana el ahora llamado Barrio Chino en lo que antes era el Barrio Guadalupe, pero después supe que ese dato no era del todo exacto y que en realidad las primeras familias chinas se habían establecido en ese barrio en el siglo XIX. Durante ese siglo habían comenzado las discusiones sobe la trata y la esclavitud de africanos, por lo que los productores azucareros, tal vez manejando aquella idea de que si no se trabaja como negro se trabaja como chino, fueron presionados a apelar por la alternativa del tráfico de mano de obra contratada procedente desde China. La inmigración desde ese país comenzó el año 1847 y hoy la raza china constituye un significativo 1 % de la población cubana.
Terminado el almuerzo el grupo se separó nuevamente y me dediqué, con mi chica, a recorrer las calles de la ciudad. Llegamos a la plaza Céspedes donde unas cuantas carrozas-bicicleta (una especie de bicicleta adaptada para que una persona pueda llevar a otras dos personas) esperaban por pasajeros. Preguntamos por el precio de un paseo por la ciudad, generando con eso una pequeña discusión entre los "choferes" que competían por nuestros CUCs. Al final uno de ellos- un negro con sombrero estilo Compay Segundo- nos hizo saber que no les tenían permitido llevar turistas, provocando un poco de disgusto entre sus colegas dispuestos a quebrar la ley.
Seguimos con nuestro caminar y se nos ocurrió preguntar por una tienda de sombreros a un peatón que iba por nuestro camino. "Lo mío son los Habanos" nos reveló, y como el buen tabaco también estaba dentro de nuestros intereses snob-turísticos terminamos acompañando al traficante a su casa, donde guardaba su mercancía. En el camino nos preguntó de dónde éramos y nos prometió darnos buenos precios por ser sudamericanos; "si fueran europeos se los dejo carísimos" nos dijo, "y no porque sabría que tienen más dinero- añadió-, sino porque detesto a los europeos; son arrogantes y creen saber de todo, por eso es fácil engañarlos". El negro era buen tipo en realidad; celebré con humor sus políticas comerciales y sus observaciones culturales intercontinentales.
Pero nuestra economía de estudiantes no nos daba ni para los precios de sudaca, así que después de ver las cajas de COHIBA y Romeo y Julieta que nuestro anfitrión nos mostró en su casa, le hicimos saber que no podríamos comprar cajas enteras. El negocio detallista no era lo suyo, pero no por eso cambió de humor y se ofreció acompañarnos a una tienda se sombreros que conocía. Continuamos caminando y condimentando nuestro humor a costa de los europeos y cuando ya teníamos lo que buscábamos nos despedimos.