En Cuba la gente definitivamente es otra cosa, y no hay mejor lugar que Trinidad para darse cuenta de ello. Y es que la bella gente trinitariana vive en una tranquila y preciosa ciudad que cautiva fácil.
En el tramo que caminamos desde la terminal de buses hasta la casa particular donde se suponía nos alojaríamos pudimos admirar la gran belleza de la colorida ciudad, cuya arquitectura revelaba su azucarado y próspero pasado colonial. Si en Caibarién la gente observaba a los caminantes desde los zaguanes de sus casas, en Trinidad lo hacían desde unos pintorescos ventanales "enrejados". Pude ver- al observar a través de esos ventanales- que muchas casas tenían uno o dos pianos en su interior. La idea inicial era alojarnos los diez viajeros en una misma casa, por lo que algunas de mis compañeras de viaje habían hecho las gestiones necesarias y ya desde antes de nuestra partida de Chile teníamos definida nuestra morada en Trinidad. Pero los viajes lo obligan a uno a flexibilizarse, y después de algunos malentendidos con la dueña de casa a la que llegamos, decidimos buscar otras opciones, terminando finalmente todos sanamente desperdigados en varias casas particulares.
Mi compañera y yo nos alojamos en la casa particular "El Chino", cuyos dueños eran una simpática pareja de edad. Al señor le llamaban- era de esperarse- el Chino, y aunque era cubano su apodo no solamente hacía referencia a sus ojos rasgados: las facciones de todo su rostro eran netamente chinas. La señora era una hermosa anciana regordeta llamada Juana, tal como la isla cubana había sido bautizada por C. Colón en su primera llegada a "Las Indias". Ya bien instalados en el segundo piso de la casa, hice saber a Chino que quería "cobrar" el café que me había ofrecido a nuestra llegada; "En ésta casa el café es gratis" me respondió sin entender lo que yo le había querido decir. Me sirvió una taza y me invitó a sentarnos para conversar, y a medida que yo iba descubriendo la magnífica e insospechada (insospechada por mí, claro) calidad del café cubano, me fue comentando algunos aspectos de su vida. Me contó que su padre había llegado a La Habana desde China en los años 30 junto a muchos chinos que habían escapado de la invasión japonesa. Según él, fue a raíz de ese éxodo que surgió en la capital cubana el ahora llamado Barrio Chino en lo que antes era el Barrio Guadalupe, pero después supe que ese dato no era del todo exacto y que en realidad las primeras familias chinas se habían establecido en ese barrio en el siglo XIX. Durante ese siglo habían comenzado las discusiones sobe la trata y la esclavitud de africanos, por lo que los productores azucareros, tal vez manejando aquella idea de que si no se trabaja como negro se trabaja como chino, fueron presionados a apelar por la alternativa del tráfico de mano de obra contratada procedente desde China. La inmigración desde ese país comenzó el año 1847 y hoy la raza china constituye un significativo 1 % de la población cubana.
Llegó la hora de almorzar y con el grupo nos reunimos en un paladar (restaurante particular) que antes habíamos identificado. Para mi sorpresa, un plato llamado "fricasé de chancho" era parte del menú; hambriento me apresuré por pedirlo. Aunque el plato era menos aguachento y desde luego carecía de mote y chuño (el acompañamiento era arroz), la presentación del chancho tenía similitudes con el de su homónimo boliviano: estaba preparado en una salsa espesa a base de cebolla y tomate de considerable fuerza revividora. Pero en sabor, aunque no llegaba a ser malo, no era una maravilla: era notorio que había sido obligado a respetar los límites establecidos por la escasez de productos alimentarios en el país. Fué una de nuestras primeras aproximaciones a la comida cubana; luego confirmaríamos que, monótona, la culinaria de la isla no es de lo mejor ("nadie viaja a Cuba por la comida" habíamos leído en un libro de viajes), pero la verdad es que los cocineros se esfuerzan por exprimirle creatividad a la escasez y pueden impresionar más de una vez. Además hay que decir que, en su monotonía, la comida cubana es por lo menos ajena a los descriterios, muy comunes en las mesas de algunos países que gozan de abundancia.
Terminado el almuerzo el grupo se separó nuevamente y me dediqué, con mi chica, a recorrer las calles de la ciudad. Llegamos a la plaza Céspedes donde unas cuantas carrozas-bicicleta (una especie de bicicleta adaptada para que una persona pueda llevar a otras dos personas) esperaban por pasajeros. Preguntamos por el precio de un paseo por la ciudad, generando con eso una pequeña discusión entre los "choferes" que competían por nuestros CUCs. Al final uno de ellos- un negro con sombrero estilo Compay Segundo- nos hizo saber que no les tenían permitido llevar turistas, provocando un poco de disgusto entre sus colegas dispuestos a quebrar la ley.
Seguimos con nuestro caminar y se nos ocurrió preguntar por una tienda de sombreros a un peatón que iba por nuestro camino. "Lo mío son los Habanos" nos reveló, y como el buen tabaco también estaba dentro de nuestros intereses snob-turísticos terminamos acompañando al traficante a su casa, donde guardaba su mercancía. En el camino nos preguntó de dónde éramos y nos prometió darnos buenos precios por ser sudamericanos; "si fueran europeos se los dejo carísimos" nos dijo, "y no porque sabría que tienen más dinero- añadió-, sino porque detesto a los europeos; son arrogantes y creen saber de todo, por eso es fácil engañarlos". El negro era buen tipo en realidad; celebré con humor sus políticas comerciales y sus observaciones culturales intercontinentales.
Pero nuestra economía de estudiantes no nos daba ni para los precios de sudaca, así que después de ver las cajas de COHIBA y Romeo y Julieta que nuestro anfitrión nos mostró en su casa, le hicimos saber que no podríamos comprar cajas enteras. El negocio detallista no era lo suyo, pero no por eso cambió de humor y se ofreció acompañarnos a una tienda se sombreros que conocía. Continuamos caminando y condimentando nuestro humor a costa de los europeos y cuando ya teníamos lo que buscábamos nos despedimos.
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