miércoles, 7 de abril de 2010

Caibarién

Una de las cosas interesantes de visitar un país ajeno es que a veces uno no tiene absoluta idea de dónde se está metiendo, y termina conociendo lugares que jamás visitaría de encontrarse en su propio país. Pero nosotros teníamos razones para empezar por Caibarién: al menos para el viajero independiente, es un punto estratégico que permite visitar tanto las calipsas playas de Cayo Santa María como la ciudad de Santa Clara. 

Desde hace algunos años que el gobierno de Cuba permite, a los ciudadanos que lo deseen, alojar turistas extranjeros en casas particulares. Para ello los dueños de casa deben pagar un fuerte impuesto mensual además de someterse a una estricta regulación que controla, entre otras cosas, que el número de alojados no supere el establecido. El furgón que nos trasladó desde La Habana nos dejó en la casa particular en la que nos alojaríamos las dos noches que estaríamos en Caibarién. Otras cinco chicas de la delegación de fútbol que acompañaba habían llegado el día anterior y junto con la dueña de casa nos esperaban con todo listo. La señora era una contadora de unos 50 años de edad, empleada de una enorme empresa pesquera y partidaria de la revolución- aunque le gustaba más Fidel que Raúl. En la casa vivían además su hijo, su nuera y su consuegra.

Lo primero que hicimos- eran como las 19:00- fue tomarnos unas cervezas Cristal para palear el calor y agotamiento del viaje- habían sido como cuatro o cinco horas de viaje por la enorme carretera de seis pistas que conecta la Habana con el interior, y se sumaban a las largas horas en el avión. Las chicas que nos precedieron habían estado todo el día en Santa Clara, visitando la tumba del Che y el museo y monumento que habían levantado en su memoria. Los recién llegados visitaríamos el emblemático lugar dos días después, y aunque ése día no pudimos visitar la tumba y el museo, dimos una pequeña vuelta por el gran monumento, en el que además de la famosa estatua, está inscrita en letras de metal la preciosa carta que le habría escrito el entonces recién renunciado Ministro a Fidel Castro, antes de partir a sus desafortunadas misiones revolucionarias en el Congo y en Bolivia. Aquél lugar me traería a la mente los días agitados en los que anunciaron, trece años atrás, el hallazgo de los restos del Che en el pequeño aeropuerto de Valle Hermoso, después de una intensa y larga búsqueda. Obviamente esa noticia había sido fresquita en Bolivia, y como por entonces yo todavía era un escuincle, recién me iba enterando de quién era el Che y porqué lo encontraron en Bolivia y porqué se lo querían llevar a Cuba para darle reposo en el lugar en el que trece años después recordaba todo eso.

Pero las muchachas tenían mucho más que contar; al parecer, y a pesar suyo, habían ahondado bastante en la idiosincrasia de la gente del lugar. De hecho en el momento en que nos hacían el recuento de lo que había acontecido desde su llegada a Cuba dos días atrás, todavía digerían la bizarra experiencia del día anterior.  Pasó que en su afán de sumergirse en las aguas amigables y cálidas del Atlántico, las chicas habían salido de la casa rumbo a la playa del pequeño pueblo. En eso iban cuando a mitad de trayecto se dan cuenta que su presencia había llamado la atención de algunos cuantos individuos del componente masculino del pueblo, que desde mediana distancia las observaban con mirada de mala intención, al estilo Aqualung. Hasta ahí todo aceptablemente bien, pero de pronto a los tipos se les dio por desenfundar su erecto armamento- epicentro de la calentura- y empezar a menearlo de arriba a abajo, cual atareado sismógrafo, ante la mirada perpleja de las viajeras, que no tardaron en entender que era inútil acelerar el paso porque los pajizos las seguían e iban sumando a lo largo del camino.

Aunque las muchachas quisieron ser un poco metafóricas en sus descripciones y mencionaron lagartos, nutrias y elefantes, se entendió bien que habían ejemplares de todos los tamaños y colores y edades. Era de esperar que estuvieran asustadas. Había sido demasiada información para los primeros días. Después supimos que en Cuba los turistas tienen en realidad poco de qué temer: son vacas sagradas y nadie se atreve a tocarlos; aunque esto no significa que a los cubanos les tengan prohibido  acercarse a los turistas, como suele creerse.

Terminadas las cervezas Cristal nos mandamos una buena cena- las casas particulares sirven abundantes comidas a sus huéspedes- para después ponernos más a tono con un buen Havanna Club, del auténtico cubano. Ya con mis tragos encima propuse a mis compañeras dar una vuelta por la pequeña ciudad, porque pa encerrarme a emborrachar tengo mi departamento en Santiago de Chile. Una parte del grupo apoyó la moción y salimos hacia el pequeño malecón de la ciudad, bien abastecidos del buen ron. Ahí estábamos, sentados en una vereda de frente al mar cuando se apareció un simpático personaje: Añón, nuestro primer "amigo" cubano. El tipo habrá tenido unos 24 años y aunque tenía tremenda borrachera encima, era muy amigable y no parecía compartir los pajizos hábitos de sus conciudadanos. Llevaba puesta una camiseta sin mangas que le permitió mostrarnos con orgullo una enorme figura del Ché tatuada en su hombro, tan nueva que se podían distinguir rastros de sangre encima. Me había acercado a él por insistencia de las muchachas, que me rogaron le pidiese un cigarrillo. Me regaló una cajetilla entera y se quedó acompañándonos un buen rato, charlando de muchas cosas que no pude retener, hasta que se inspiró y nos invitó a comer algo a su casa. Pero nosotros, que ya cansados íbamos de vuelta, tuvimos que rechazar su invitación. Añón no aceptó nuestra respuesta y se ofreció ir a su casa, cocinar y volver con la comida hecha. ¡Qué tipazo Añon!. Le agradecimos el gesto, pero nuestra borrachera ya se igualaba a la suya y como recién llegados teníamos que por lo menos aparentar prudencia, así que le rechazamos nuevamente la invitación y nos despedimos con un amistoso abrazo.

 Al día siguiente pude conocer un poco más de la pequeña ciudad. Después de una deliciosa jornada en la playa de Salinas, en Cayo Santa María, salí a dar una vuelta junto con mi chica, otra de las muchachas y Yeyo, que también acompañaba a su "polola" en el viaje. No vi ninguna casa en Caibarién a la que le faltara un zaguán  de entrada. Desde ahí los pobladores observaban ver caer el atardecer, sentados en  sus mecedoras.  Pude observar también que habían construcciones mucho mejor mantenidas que otras, pero casi ninguna se salvaba de tener impreso en sus paredes el sello de la humedad, que las dotaba de un aire a viejo sin que necesariamente lo fueran. Todo eso, junto con el característico calor tropical y junto con las canaletas  en las que se descargaban las aguas residuales de las casas, me recordó mucho a Trinidad-Bolivia, aunque Caibarién era mucho más destartalado.

Habremos caminado en total como media hora. En la última esquina por donde doblamos para llegar a nuestro alojamiento nos cruzamos con tres o cuatro niños de unos 8 a 9 años. Cuando ya nos separaban una treintena de pasos de ellos, los escuchamos gritar, dirigiéndose a una de las chicas: "I like your pussy", mientras reían y celebraban el promiscuo piropo.

A la mañana siguiente partiríamos temprano y bajo una fría llovizna hacia Santa Clara, para luego seguir hasta Trinidad. Nos despedíamos del inolvidable Caibarién.

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