lunes, 4 de octubre de 2010

Trinidad Nocturna

A diferencia de otras ciudades como La Habana donde lo más común es ver europeos pasaditos en años agarrados de la mano con alguna jovencísima jinetera, en Trinidad pudimos interactuar con turistas de buena cepa y buen humor. Eso no significa que hayamos hecho de esa ciudad un gigante Resort donde nos emborrachamos con gringos y gringas sin nombre desde el primer hasta el último momento de nuestra estadía. En realidad el encanto del "Trini" cubano nos puso bien a tono desde el principio y resultó ser el mejor ambiente para fiestar tanto con los buenos trinitarianos como con extranjeros de otros países.

No recuerdo si cené o no aquella noche, pero sí me acuerdo bien que cuando iba con mi compañera al lugar donde nos encontraríamos con el grupo de viaje para ir en patota a la Casa de la Música de Trinidad, iba pensando en una cerveza fría- mi sed por cerveza había sido constante desde mis primeros momentos en la tropical Cuba y continuaría de esa manera hasta llegar a La Habana días después, donde por motivos de fuerza mayor tuve que frenarle al Bucanero-. Nuestra llegada al punto de encuentro casi coincidió con la de un personaje que habíamos conocido durante la tarde que, luciendo siempre un sombrero estilo Compay Segundo, se dedicaba al transporte de personas en una especie de taxi con formato de triciclo. Tan amable como casi todos los trinitarianos con los que interactuamos, se ofreció llevarnos en su móvil a nuestro destino. Nosotros, suficientemente responsables para tener ya incrustada en nuestros modales occidentales la cultura de la propina, le advertimos que no teníamos muchas monedas para ofrecerle, pero el amigo insistió haciéndonos entender que en realidad eso no le importaba: al final pedaleó las diez o más cuadras en pendiente que nos separaban del lugar turístico con cuatro de nosotros encima.

La Casa de la Música de Trinidad, ubicada a un costado de la Iglesia de la Santísima Trinidad, no era más que un espacio público abierto donde se podía escuchar música en vivo desde unas amplias y pintorescas escaleras de piedras que sirven también de graderías, según entiendo, todas las noches del año. Al final de esas escaleras habían distribuidas algunas mesas de metal estilo jardín que funcionaban como segunda opción para el que quería apreciar el concierto; el boliche "virtual", sin entradas ni salidas, era completado por tres bares dispuestos a los lados de los escalones que abastecían al público de comida (hamburguesas), tragos a base de Ron y buena cerveza, insistente camarada de mi acalorada garganta durante toda mi estadía en el Caribe.


Los viajeros nos instalamos en una de las amplias escalas y empezamos con los tragos. Aunque en Cuba es difícil encontrarse con malos intérpretes musicales, son bastante comunes, en el círculo turístico como era de esperarse, las agrupaciones de música enlatada, cuyo repertorio, aunque muy cubano, no va más allá de lo fácilmente digerible por el turista común que después de todo busca desconectar su cabeza y relajarse. Aquella noche, mientras mis compañeras de viaje sumaban mojitos y yo intercalaba Bucanero con Cristal, se turnaron el escenario dos agrupaciones: una invitaba de manera explícita al baile con canciones de salsa y uno que otro merengue tomado prestado de República Dominicana, mientras que la otra ofrecía un estilo más bien trovador que, felizmente lejano a Silvio Rodríguez, al final terminaba también invitando al baile con un repertorio plagado de las canciones tradicionales que universalizó el proyecto Buena Vista Social Club y que son, me imagino, el menú más apetecido por aquél tipo de turista que aprovecha las vacaciones para, apoyado exclusivamente en el cliché, jugar al entendido en materias varias.

Felizmente la porción turista de la Trinidad en la que estuvimos por tres días era bastante diversa, y en nuestras dos noches de juerga pudimos conocer a todo tipo de viajero. Esa primera noche conocí a una pareja de californianos por las que pude saber más acerca de las trabas legales que el gobierno estadounidense impone a sus ciudadanos que desean visitar el vecino país socialista, algo que hasta ese día ignoraba totalmente y de lo que mi anfitrión, Don Chino, me había comentado durante la tarde entre tazas de café. Poco después de sentarme junto con mis compañeros de viaje me había ido invadiendo una especie de ansiedad que al rato tuvo moviéndome por todos lados. Fue en medio de ese mi wayronk’eo cuando terminé hablando con la pareja de estadounidenses, que en ese momento estaban sentados en una de las mesas acompañados por una turista alemana tan inexpresiva que en mi memoria fotográfica podría haber sido fácilmente reemplazada por una botella de plástico; menos mal le pongo atención a las cosas. Si mal no me acuerdo ambos eran antropólogos y eran de verdad bastante simpáticos e interesantes, cualidades que pensé más tarde tal vez no eran casualidad: al entender lo complicado que se le hace visitar Cuba a un estadounidense, supuse que los turistas de ese país que decidían visitar la isla lo hacían con verdadero interés, y debían de tener cierta amplitud de mente para alejarse de los prejuicios políticos existentes en la historia oficial- tal vez sea más exacto decir popular- de su país. Mis nuevos conocidos me comentaron que para llegar a la isla debieron viajar primero a México, ya que desde los Estados Unidos no existen vuelos debido a una ley que, arrastrada desde 1962, época en la que la guerra fría provocaba que los países, por muy contrarias que fueren a su propia línea ideológica y como medidas de defensa, robasen ideas del adversario, prohíbe a los ciudadanos viajar a Cuba, como parte del bloqueo que mantiene ese país respecto al país antillano; según entendí, la ley también puede castigar a los estadounidenses en caso de descubrirse su visita a la isla, por lo que las autoridades migratorias cubanas evitan sellar las entradas en los pasaportes gringos.

Otro de los personajes andantes que conocimos en nuestro trajinar nocturno de Trinidad fue un suizo de talante nerd, flaco, pelo largo y que debió estar rondando por los cuarenta años. El tipo viajaba sólo y era un auténtico Turista de Escuela, cosa que notamos desde el instante en que lo vimos por primera vez cuando, mientras pasábamos por la Casa de la Música rumbo a una discoteca en nuestra segunda noche en esa ciudad, bailaba salsa con el inconfundible estilo recargado de aquellos europeos que asisten a clases por meses enteros para descubrir algo de swing. Esa noche se unió a nuestro grupo y nos acompañó a la discoteca, ubicada en la profundidad de una cueva natural en la parte alta de una colina. Una vez en la pista de baile- habíamos pagado el ingreso en la boca de la cueva y los bares, a los que llegamos descendiendo unos largos escalones, quedaban en un área mucho más profunda-, nuestro nuevo amigo helvético, que había notado al instante la particularidad de la acústica del lugar, así como el desaforado volumen de la música, nerd, se apresuró por sacar su moderno iPhone en el que había instalado una aplicación que le permitía medir la cantidad de ruido: “94 decibelios” nos informó, añadiendo algún comentario acerca de las implicaciones a la salud que tal cifra conllevaba. Yo estuve, en ese momento, a punto de comentarle que uno de mis hermanos es ingeniero en acústica, pero pude contenerme a tiempo, reprendiéndome a mí mismo: tal comentario sí que hubiera sido re-nerd.
En la discoteca también nos acompañó un grupo de cubanos, a esas alturas ya nuestros amigos. La noche anterior, en la Casa de la Música y mientras yo caminaba por todos lados, se habían acercado a hablar con mis compañeras de viaje y finalmente terminamos de juerga con ellos. Eran tres negros y un mulato. Uno de ellos había vivido en Suecia después de haberse casado con una mujer de ese país, pero había vuelto diez años después, según él ávido de calidez tropical. Otro trabajaba en la carpintería de la oficina municipal de restauración del patrimonio. Se llamaba Giovanni y era excelente tipo, abundante en charla como muchos de sus paisanos. Por él supe más acerca de la serie de prohibiciones a los que estaban sometidos los cubanos, específicamente a las relacionadas con los alimentos. Desde que salimos de Chile con el grupo de viajeros habíamos compartido una serie de datos- más bien rumores- al respecto, pero una vez en Cuba tampoco quisimos apresuramos a verificar si la vaga información que manejábamos era cierta o no. En lo personal preferí ir enterándome de las cosas lentamente, a medida que iba conociendo el humor de la gente e iba experimentando el tacto que necesitaba para tocar temas que no sabía cuán delicados eran. En todo caso, Giovanni me confirmó que a los cubanos se les está privado el consumir langostas de mar; la razón de ello nunca la pude saber con exactitud, pero presumo que el gobierno, al ser Cuba un productor de ese alimento, prefiere reservar su stock para la exportación y/o para el consumo de turistas pudientes, con lo que podría obtener buenos ingresos. De todas maneras esas son puras suposiciones personales; el caso es que, como muchas otras, esa prohibición es escasamente respetada, tanto que no sólo mi nuevo amigo, según me contó, había celebrado su cumpleaños número 30 echándose un festín de diez langostas, sino que nosotros, turistas del tipo no muy pudiente, también logramos consumir alguna que otra en días posteriores.

La primera noche en Trinidad finalmente se había alargado hasta bajas horas del amanecer. El Show de los músicos había terminado a media noche e inmediatamente se había abierto una especie de pub discoteca en un espacio ubicado al fondo de las mesas estilo jardín. Consistía en una edificación de ladrillo a medio construir que, sin ventanas ni puertas ni techo, estaba destinada inicialmente a ser una fábrica de azúcar, pero con la crisis económica que había azotado a la ciudad durante una de las dos primeras guerras independistas del siglo XIX, quedó a medias y a la espera de tener oficio algún día, hasta que la convirtieron en boliche. Estuvimos ahí el resto de la noche y salimos poco antes del amanecer. Un par de horas antes se habían despedido los californianos; ella, totalmente enfiestada, iba prácticamente en los brazos de él.

Yéndonos, cuando ya nos separaban un par de cuadras de la Casa de la Música- íbamos a pie-, una campanilla sonó detrás de nosotros. Era nuestro amigo del sombrero estilo Compay que, montado en su triciclo-taxi y negando propinas, nos ahorró la distancia que nos separaba de nuestro hostal.

jueves, 6 de mayo de 2010

Primer día en Trinidad

En Cuba la gente definitivamente es otra cosa, y no hay mejor lugar que Trinidad para darse cuenta de ello. Y es que la bella gente trinitariana vive en una tranquila y preciosa ciudad que cautiva fácil.

La fresca llovizna no había cesado desde nuestra partida de Santa Clara. Al igual de lo que ocurre en el oriente boliviano cuando los frentes húmedos del Sur interrumpen la época seca por algunos días, en Cuba llegan frentes del norte que provocan suaves lloviznas y disminuciones de temperatura, aunque nunca llegan a enfriar tanto como los surazos bolivianos. Durante el viaje me había distraído varios minutos observando las suaves y pintorescas colinas a la salida de la ciudad donde moran los restos del Ché. Después no habría nada más que sembradíos planos y extensos, por lo que trasladé mi atención a un librito sobre la historia de Cuba que me había prestado una de las viajeras que acompañaba. Un par de horas después la próxima llegada a nuestro destino se anunciaba con una escena  fantástica: cientos de miles de cangrejos aplastados teñían la carretera de rojo/naranja a lo largo y a lo ancho, mientras que otros cientos de miles de cangrejos vivos trataban de cruzar el asfalto, yendo pa' atrás, obviamente.

En el tramo que caminamos desde la terminal de buses hasta la casa particular donde se suponía nos alojaríamos pudimos admirar la gran belleza de la colorida ciudad, cuya arquitectura revelaba su azucarado y próspero pasado colonial. Si en Caibarién la gente observaba a los caminantes desde los zaguanes de sus casas, en Trinidad lo hacían desde unos pintorescos ventanales "enrejados". Pude ver- al observar a través de esos ventanales- que muchas casas tenían uno o dos pianos en su interior. La idea inicial era alojarnos los diez viajeros en una misma casa, por lo que algunas de mis compañeras de viaje habían hecho las gestiones necesarias y ya desde antes de nuestra partida de Chile teníamos definida nuestra morada en Trinidad. Pero los viajes lo obligan a uno a flexibilizarse, y después de algunos malentendidos con la dueña de casa a la que llegamos, decidimos buscar otras opciones, terminando finalmente todos sanamente desperdigados en varias casas particulares.

Mi compañera y yo nos alojamos en la casa particular "El Chino", cuyos dueños eran una simpática pareja de edad. Al señor le llamaban- era de esperarse- el Chino, y aunque era cubano su apodo no solamente hacía referencia a sus ojos rasgados: las facciones de todo su rostro eran netamente chinas. La señora era una hermosa anciana regordeta llamada Juana, tal como la isla cubana había sido bautizada por C. Colón en su primera llegada a "Las Indias". Ya bien instalados en el segundo piso de la casa, hice saber a Chino que quería "cobrar" el café que me había ofrecido a nuestra llegada; "En ésta casa el café es gratis" me respondió sin entender lo que yo le había querido decir. Me sirvió una taza y me invitó a sentarnos para conversar, y a medida que yo iba descubriendo la magnífica e insospechada (insospechada por mí, claro) calidad del café cubano, me fue comentando algunos aspectos de su vida. Me contó que su padre había llegado a La Habana desde China en los años 30 junto a muchos chinos que habían escapado de la invasión japonesa. Según él, fue a raíz de ese éxodo que surgió en la capital cubana el ahora llamado Barrio Chino en lo que antes era el Barrio Guadalupe, pero después supe que ese dato no era del todo exacto y que en realidad las primeras familias chinas se habían establecido en ese barrio en el siglo XIX. Durante ese siglo habían comenzado las discusiones sobe la trata y la esclavitud de africanos, por lo que los productores azucareros, tal vez manejando aquella idea de que si no se trabaja como negro se trabaja como chino, fueron presionados a apelar por la alternativa del tráfico de mano de obra contratada procedente desde China. La inmigración desde ese país comenzó el año 1847 y hoy la raza china constituye un significativo 1 % de la población cubana.

Llegó la hora de almorzar y con el grupo nos reunimos en un paladar (restaurante particular) que antes habíamos identificado. Para mi sorpresa, un plato llamado "fricasé de chancho" era parte del menú;  hambriento me apresuré por pedirlo. Aunque el plato era menos aguachento y desde luego carecía de mote y chuño (el acompañamiento era arroz), la presentación del chancho tenía similitudes con el de su homónimo boliviano: estaba preparado en una salsa espesa a base de cebolla y tomate de considerable fuerza revividora. Pero en sabor, aunque no llegaba a ser malo, no era una maravilla: era notorio que había sido obligado a respetar los límites establecidos por la escasez de productos alimentarios en el país. Fué una de  nuestras primeras aproximaciones a la comida cubana; luego confirmaríamos que, monótona, la culinaria de la isla no es de lo mejor ("nadie viaja a Cuba por la comida" habíamos leído en un libro de viajes), pero la verdad es que los cocineros se esfuerzan por exprimirle creatividad a la escasez y pueden impresionar más de una vez. Además hay que decir que, en su monotonía, la comida cubana es por lo menos ajena a los descriterios, muy comunes en las mesas de algunos países que gozan de abundancia.

Terminado el almuerzo el grupo se separó nuevamente y me dediqué, con mi chica, a recorrer las calles de la ciudad. Llegamos a la plaza Céspedes donde unas cuantas carrozas-bicicleta (una especie de bicicleta adaptada para que una persona pueda llevar a otras dos personas) esperaban por pasajeros. Preguntamos por el precio de un paseo por la ciudad, generando con eso una pequeña discusión entre los "choferes" que competían por nuestros CUCs. Al final uno de ellos- un negro con sombrero estilo Compay Segundo- nos hizo saber que no les tenían permitido llevar turistas, provocando un poco de disgusto entre sus colegas dispuestos a quebrar la ley.

Seguimos con nuestro caminar y se nos ocurrió preguntar por una tienda de sombreros a un peatón que iba por nuestro camino. "Lo mío son los Habanos" nos reveló, y como el buen tabaco también estaba dentro de nuestros intereses snob-turísticos terminamos acompañando al traficante a su casa, donde guardaba su mercancía. En el camino nos preguntó de dónde éramos y nos prometió darnos buenos precios por ser sudamericanos; "si fueran europeos se los dejo carísimos" nos dijo, "y no porque sabría que tienen más dinero- añadió-, sino porque detesto a los europeos; son arrogantes y creen saber de todo, por eso es fácil engañarlos". El negro era buen tipo en realidad; celebré con humor sus políticas comerciales y sus observaciones culturales intercontinentales.

Pero nuestra economía de estudiantes no nos daba ni para los precios de sudaca, así que después de ver las cajas de COHIBA y Romeo y Julieta que nuestro anfitrión nos mostró en su casa, le hicimos saber que no podríamos comprar cajas enteras. El negocio detallista no era lo suyo, pero no por eso cambió de humor y se ofreció acompañarnos a una tienda se sombreros que conocía. Continuamos caminando y condimentando nuestro humor a costa de los europeos y cuando ya teníamos lo que buscábamos nos despedimos.

miércoles, 7 de abril de 2010

Caibarién

Una de las cosas interesantes de visitar un país ajeno es que a veces uno no tiene absoluta idea de dónde se está metiendo, y termina conociendo lugares que jamás visitaría de encontrarse en su propio país. Pero nosotros teníamos razones para empezar por Caibarién: al menos para el viajero independiente, es un punto estratégico que permite visitar tanto las calipsas playas de Cayo Santa María como la ciudad de Santa Clara. 

Desde hace algunos años que el gobierno de Cuba permite, a los ciudadanos que lo deseen, alojar turistas extranjeros en casas particulares. Para ello los dueños de casa deben pagar un fuerte impuesto mensual además de someterse a una estricta regulación que controla, entre otras cosas, que el número de alojados no supere el establecido. El furgón que nos trasladó desde La Habana nos dejó en la casa particular en la que nos alojaríamos las dos noches que estaríamos en Caibarién. Otras cinco chicas de la delegación de fútbol que acompañaba habían llegado el día anterior y junto con la dueña de casa nos esperaban con todo listo. La señora era una contadora de unos 50 años de edad, empleada de una enorme empresa pesquera y partidaria de la revolución- aunque le gustaba más Fidel que Raúl. En la casa vivían además su hijo, su nuera y su consuegra.

Lo primero que hicimos- eran como las 19:00- fue tomarnos unas cervezas Cristal para palear el calor y agotamiento del viaje- habían sido como cuatro o cinco horas de viaje por la enorme carretera de seis pistas que conecta la Habana con el interior, y se sumaban a las largas horas en el avión. Las chicas que nos precedieron habían estado todo el día en Santa Clara, visitando la tumba del Che y el museo y monumento que habían levantado en su memoria. Los recién llegados visitaríamos el emblemático lugar dos días después, y aunque ése día no pudimos visitar la tumba y el museo, dimos una pequeña vuelta por el gran monumento, en el que además de la famosa estatua, está inscrita en letras de metal la preciosa carta que le habría escrito el entonces recién renunciado Ministro a Fidel Castro, antes de partir a sus desafortunadas misiones revolucionarias en el Congo y en Bolivia. Aquél lugar me traería a la mente los días agitados en los que anunciaron, trece años atrás, el hallazgo de los restos del Che en el pequeño aeropuerto de Valle Hermoso, después de una intensa y larga búsqueda. Obviamente esa noticia había sido fresquita en Bolivia, y como por entonces yo todavía era un escuincle, recién me iba enterando de quién era el Che y porqué lo encontraron en Bolivia y porqué se lo querían llevar a Cuba para darle reposo en el lugar en el que trece años después recordaba todo eso.

Pero las muchachas tenían mucho más que contar; al parecer, y a pesar suyo, habían ahondado bastante en la idiosincrasia de la gente del lugar. De hecho en el momento en que nos hacían el recuento de lo que había acontecido desde su llegada a Cuba dos días atrás, todavía digerían la bizarra experiencia del día anterior.  Pasó que en su afán de sumergirse en las aguas amigables y cálidas del Atlántico, las chicas habían salido de la casa rumbo a la playa del pequeño pueblo. En eso iban cuando a mitad de trayecto se dan cuenta que su presencia había llamado la atención de algunos cuantos individuos del componente masculino del pueblo, que desde mediana distancia las observaban con mirada de mala intención, al estilo Aqualung. Hasta ahí todo aceptablemente bien, pero de pronto a los tipos se les dio por desenfundar su erecto armamento- epicentro de la calentura- y empezar a menearlo de arriba a abajo, cual atareado sismógrafo, ante la mirada perpleja de las viajeras, que no tardaron en entender que era inútil acelerar el paso porque los pajizos las seguían e iban sumando a lo largo del camino.

Aunque las muchachas quisieron ser un poco metafóricas en sus descripciones y mencionaron lagartos, nutrias y elefantes, se entendió bien que habían ejemplares de todos los tamaños y colores y edades. Era de esperar que estuvieran asustadas. Había sido demasiada información para los primeros días. Después supimos que en Cuba los turistas tienen en realidad poco de qué temer: son vacas sagradas y nadie se atreve a tocarlos; aunque esto no significa que a los cubanos les tengan prohibido  acercarse a los turistas, como suele creerse.

Terminadas las cervezas Cristal nos mandamos una buena cena- las casas particulares sirven abundantes comidas a sus huéspedes- para después ponernos más a tono con un buen Havanna Club, del auténtico cubano. Ya con mis tragos encima propuse a mis compañeras dar una vuelta por la pequeña ciudad, porque pa encerrarme a emborrachar tengo mi departamento en Santiago de Chile. Una parte del grupo apoyó la moción y salimos hacia el pequeño malecón de la ciudad, bien abastecidos del buen ron. Ahí estábamos, sentados en una vereda de frente al mar cuando se apareció un simpático personaje: Añón, nuestro primer "amigo" cubano. El tipo habrá tenido unos 24 años y aunque tenía tremenda borrachera encima, era muy amigable y no parecía compartir los pajizos hábitos de sus conciudadanos. Llevaba puesta una camiseta sin mangas que le permitió mostrarnos con orgullo una enorme figura del Ché tatuada en su hombro, tan nueva que se podían distinguir rastros de sangre encima. Me había acercado a él por insistencia de las muchachas, que me rogaron le pidiese un cigarrillo. Me regaló una cajetilla entera y se quedó acompañándonos un buen rato, charlando de muchas cosas que no pude retener, hasta que se inspiró y nos invitó a comer algo a su casa. Pero nosotros, que ya cansados íbamos de vuelta, tuvimos que rechazar su invitación. Añón no aceptó nuestra respuesta y se ofreció ir a su casa, cocinar y volver con la comida hecha. ¡Qué tipazo Añon!. Le agradecimos el gesto, pero nuestra borrachera ya se igualaba a la suya y como recién llegados teníamos que por lo menos aparentar prudencia, así que le rechazamos nuevamente la invitación y nos despedimos con un amistoso abrazo.

 Al día siguiente pude conocer un poco más de la pequeña ciudad. Después de una deliciosa jornada en la playa de Salinas, en Cayo Santa María, salí a dar una vuelta junto con mi chica, otra de las muchachas y Yeyo, que también acompañaba a su "polola" en el viaje. No vi ninguna casa en Caibarién a la que le faltara un zaguán  de entrada. Desde ahí los pobladores observaban ver caer el atardecer, sentados en  sus mecedoras.  Pude observar también que habían construcciones mucho mejor mantenidas que otras, pero casi ninguna se salvaba de tener impreso en sus paredes el sello de la humedad, que las dotaba de un aire a viejo sin que necesariamente lo fueran. Todo eso, junto con el característico calor tropical y junto con las canaletas  en las que se descargaban las aguas residuales de las casas, me recordó mucho a Trinidad-Bolivia, aunque Caibarién era mucho más destartalado.

Habremos caminado en total como media hora. En la última esquina por donde doblamos para llegar a nuestro alojamiento nos cruzamos con tres o cuatro niños de unos 8 a 9 años. Cuando ya nos separaban una treintena de pasos de ellos, los escuchamos gritar, dirigiéndose a una de las chicas: "I like your pussy", mientras reían y celebraban el promiscuo piropo.

A la mañana siguiente partiríamos temprano y bajo una fría llovizna hacia Santa Clara, para luego seguir hasta Trinidad. Nos despedíamos del inolvidable Caibarién.

martes, 6 de abril de 2010

"Aquí pasas hambre y te hundes en la miseria. Pero la gente es otra cosa. Como esa mulata." (P. J. Gutiérrez)

Unas dos o tres horas después de dejar el cosmopolita aeropuerto de Panamá llegamos a La Habana. Doce horas atrás habíamos dejado el aeropuerto "terremoteado" chileno: No dejaba de ser interesante el hecho de dejar Chile, el alumno más aplicado del capitalismo occidental, para llegar a Cuba, el heredero huérfano del comunismo soviético. Fue fácil darse cuenta, en la capital cubana, de que no estábamos en la época de lluvias, el ambiente a la salida del aeropuerto José Martí era bastante seco y el calor no sofocaba. Algunos ya sentíamos las consecuencias del aire modificado del aeropuerto de Panamá y tosíamos- los panameños se habían quedado con la mala costumbre gringa del aire acondicionado desmedido. El plan era trasladarnos inmediatamente a un pueblito llamado Caibarién, cercano a Santa Clara, ésta última ciudad en la que el Ché había vencido a las tropas de Batista y donde ahora reposan sus restos. Como los viajeros éramos 5, contratamos un furgón en una empresa de transporte, y mientras esperábamos al chofer que nos llevaría a la Provincia Villa Clara, intercambiamos algunas palabras con la funcionaria de la empresa. Le comentamos nuestro plan de viaje, que abarcaría además las ciudades de Trinidad y Cienfuegos. Nos comentó que sabía de la belleza de esas ciudades, pero que nunca había podido visitarlas. "Hoy en día a los cubanos nos es muy difícil viajar al interior; con el turismo se nos hace excesivamente caro" dijo.

En el aeropuerto habíamos cambiado nuestros Euros por los Pesos convertibles, CUC. Además de esa moneda, en Cuba existe otra llamada CUP o Moneda Nacional. Se supone que una es manejada por los turistas y la otra por los cubanos, en todo caso tardé en entender bien el porqué de la existencia de ambas; la cosa va más o menos así: después de la disolución de la Unión Soviética Cuba había dejado de recibir los millonarios bonos de ese país, por lo que tuvo que abrir su cerrada economía socialista a otras divisas como el dólar, para de ésa manera captar riqueza de recursos como el turismo ("un mal necesario", según recuerdo había dicho Fidel hace años). De esa manera el dólar había circulado libremente en la isla desde mediados de los años 90 hasta el 2004, año en el que se lo prohibió y sustituyó por el CUC. Con la CUP los cubanos pueden acceder a productos a muy bajo precio, como vegetales o transporte público, pero les es imposible realizar compras más "sofisticadas", a las que sólo se puede acceder con CUC. 1 CUC equivale a 25 CUP. Ésas son las razones por las que los cubanos procuran ganar en CUC (o dólares, como le llaman allá) y consecuencias de ello son, entre otras cosas, las llamadas "jineteras", jovencitas que se prostituyen para recibir los CUC de los turistas. La entrada del dólar conllevó también una rigurosidad mayor en las regulaciones económicas, con el motivo de evitar que la divisa provocara diferencias en el poder adquisitivo de la población.

La cosa es que gasté mi primer CUC en una fría cerveza Bucanero cuando el furgón hizo una pequeña parada en una gasolinera. A parte de esa, la cerveza más común es una llamada Cristal, de idéntico sabor pero menor grado alcohólico. No hay mucho que decir sobre ellas; pertenecen a la misma empresa y ambas son un ejemplo más de la típica cerveza industrial de sabor poco relevante que abunda en el mundo. Aunque podrían también ser malas, y no es el caso. Lo interesante al respecto es que en vez de utilizar arroz como adjunto cervecero, como hacen las industrias en Chile, Bolivia y el resto del mundo, utilizan azúcar, producto emblemático del país. Más tarde probaría otras cervezas de menor tiraje, incluso una artesanal. El dato de la existencia de ésta última me lo pasó el hijo del chofer del furgón, que acompañaba al padre para ayudarlo en las 10 horas que significaba ir y volver de la capital a Caibarién. La novia del muchacho también se había sumado al viaje.

Y he aquí el tema que me atañe: las muchachas que me acompañaban en el viaje no dejaron de comentar la apariencia del joven chofer, empezando por hacer la clásica observación distractora sobre los ojos del susodicho, para terminar emitiendo juicios más concisos sobre lo en realidad les importa: la retaguardia. En cuanto a su pareja, era una linda mulata que dejaba sobresalir dos detalles dignos de ser comentados. Pero no!, viajar con el equipo de fútbol de mi chica implicaba sacrificios, y uno de los más sufridos era el mutismo autoimpuesto en temas relacionados al sexo opuesto. Carajo!, incluso una de las viajeras, no sé si haciendo justicia o con intensiones maquiavélicas, hizo un comentario acerca de la mulata, como dándome el pié para comentar algo: No pude más que hacer un comentario vacío al respecto, cuidadosamente ambiguo y despersonalizado (cuando lo que necesitaba era un partner con el que pudiera ser mas objetivo!). Pero ellas, rienda suelta a las odas de retaguardia.

Algunos días después, de vuelta en la Habana, volvería a experimentar algo similar. Fuimos mi chica y yo al famoso Club de Jazz La Zorra y el Cuervo. Se presentaba un tipo llamado Lázaro Valdéz y su banda. Del tipo no sabía nada, pero su apellido está muy ligado a la música cubana. La cosa es que la bajista del señor era una tremenda mulata, exótica por todos lados y vestida con un atinado escote. Una vez más mi chica me comentaría al respecto y yo tendría que responder las mismas vaguedades que en la primera oportunidad, cuando en realidad me quemaba por comentar aquéllas notas del bajo extendiéndose por el cuerpo de tremenda mujer, que hacían vibrar sus curvas en grave frecuencia. Grave.

lunes, 8 de marzo de 2010

Antes

De Cuba no sabía mucho más de lo que todo el mundo sabe. Algo sabía acerca de la Revolución (ahora sé que no sabía nada), pero como boliviano me era más familiar el Ché Guevara y la guerrilla en Bolivia que Fidel Castro y el 59. Conocía el tema del bloqueo económico de EEUU a la isla, pero estaba lejos de comprender las verdaderas consecuencias de aquella desalmada medida. Por otro lado, muchos conocidos que habían viajado antes a la isla me habían contado sus experiencias, pero sus historias  eran tan disímiles como difíciles de creer, por lo que pensé que a Cuba sólo se la puede descubrir por uno mismo. Y es que la realidad y la historia cubana son tan peculiares como controversiales: por un lado está el acceso general a la educación y a la salud- de nivel globalmente reconocidos-, los deportes, la alegre idiosincrasia del cubano y la potente riqueza cultural, representada en gran medida por la música (son, rumba, salsa, trova y sus fusiones con el jazz o el hip hop, por mencionar algunos), pero por otro lado están la censura, el hambre heredado del período especial, el tema de los derechos humanos... y Silvio Rodríguez.

Lo único con lo que estaba verdaderamente familiarizado era con la música cubana. Hace algunos buenos años conocí la música de Chucho Valdéz e Irakere. De ahí fui derivando a la música de Paquito d' Rivera, Arturo Sandoval y algo de Leo Brower. De alguna manera llegué a Mario Bauzá, Gonzalo Rubalcaba y Poncho Sanchez. Todos ellos son cultivadores- sino inventores, como en el caso de Chucho Valdéz- del Latin Jazz.



Los nombres de la Salsa Cubana los conocí en Santa Cruz de la Sierra. Los dos años que viví en esa ciudad los pasé sandungueando en el Manizero, el mejor salsódromo en el que he estado. Pertenecía a una pareja formada por un inmigrante negro cubano y una cruceña. El ambiente ligeramente iluminado del lugar, junto con la docena de ventiladores- distribuidos por todos lados y haciéndole frente al caluroso clima del oriente boliviano- le daban tremenda onda al fascinante lugar. Imposible que la buena salsa cubana no te invadiera por todos lados: si uno no sudaba bailando al son de la Charanga Habanera, Bamboleo o Carlos Manuel y su Clan, podía pedirse un mojito y sentarse en una de las mesas para fascinarse con los magistrales pasos de baile de la concurrencia, formada tanto por los experimentados inmigrantes de la isla como por locales. Era fácil salir de ahi a las 6 o 7 de la mañana.

De la literatura sabía poco. Hace tiempo me atrajo Lezama Lima y alguna vez había disfrutado la rítmica poesía de Nicolás Guillén, pero de escritores contemporáneos nada. O casi nada. Semanas antes del viaje, al saber que me iba, un buen amigo me prestó un libro de relatos de Pedro Juan Gutiérrez, Trilogía Sucia de la Habana. Ahora que ya me recorrí la isla y estoy de nuevo en sud América creo que no podía haber mejor descripción de las vivencias cubanas (o más bien habaneras) que las presentes en las letras de Gutiérrez; tanto así que en alguna librería de Cuba me comentaron que el escritor estaba censurado en la isla. Esos relatos, escritos en 1998, describen, aunque con mucho humor, los duros años de hambre y escaces del período especial; de paso, sirven como una buena introducción a los modismos del hablar del cubano actual. El mundo de las jineteras, el tráfico de alimentos prohibidos (langostas por ejemplo) y las muchas otras maneras con las que el cubano se las ingenia para acceder al peso convertible en el submundo habanero, son muy bien retratados en el libro.

Cuba hay que descubrirlo por uno mismo, ya lo comprobé. Ahora sé que sus problemas y controversias van más allá del sistema económico o político que han adoptado los revolucionarios, y el tema es tan complejo que creo que se debe tener mucho cuidado al observar la realidad cuando se está por allá: cuando la cosa es tan controvertida y candente, es fácil que las personas veamos sólo lo que queremos ver, mandados en la mayoría de los casos por nuestros prejuicios ideológicos y tendencias políticas, sean cual sean éstas. Es por eso que siento que mis vivencias allá fueron especialmente intensas, porque me exigieron realizar constantes ejercicios mentales y plantearme diversidad de cosas. Todo al ritmo de un buen son, porque allá la música lo impregna todo.